Las luces parpadeaban entre las calles agotadas de Madrid. Monótonas, ausentes como el alma desocupada de los pocos hombres que sentados en la barra ahogaban sus penas. El gentío había cesado hace apenas unas horas y con la caída del Sol, se escondieron las cabezas en sus casas. No hacía frío, pero tampoco se podía jurar que se mantuviera ese tiempo eternamente. Era primavera, y las condiciones climatológicas eran tan impredecibles como los pensamientos de esa chica que paseaba lenta y distraída. Sus altos tacones negros repiqueteaban en los adoquines del casco viejo de la ciudad. La elegancia de sus andares dejaba un halo de magia tras de sí y su sonrisa iluminaba hasta los rincones más oscuros. Su rumbo era capricho de la suerte, la misma que hizo -un día- que ahora ella pudiera lucir esa sonrisa tan tontorrona. Y es que el destino le había puesto en brazos de un chico que realmente le quería. No era perfecto, padecía defectos. Pero ella sabia que no podía criticarlos al menos que ella fuera perfecta. Y no lo era. Aún así, ella había aprendido a amar tanto sus virtudes como sus defectos. Ahora caminaba a su lado y respiraba amor. Teñía el cielo de rosa y afrontaba todo con una gran sonrisa en el alma.
Ella nunca había necesitado el amor. Sin embargo, éste era el mejor maquillaje que podía lucir.
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